... Y el chancho chifló
No se sabía. La cosa fue que
chifló.
Todos los animales de la granja
y alrededores suspendieron lo que estaban haciendo: comer, gruñir, pelear,
reproducirse, y aguzaron el oído.
¡Nunca habían oído nada
semejante! No sabían qué era ése extraño sonido.
La mayoría se asustó. Los
humanos se asustaron del susto de ellos. Prestaron atención: tampoco reconocían
ese sonido.
Como de costumbre, fue la
lechuza la que lo nombró:
—Chiflido de chancho ha de ser.
Pero no todos entendían el
lenguaje lechucístico. Así y todo, fue corriéndose la voz.
—¡Parece que chifló el chancho!
—gorjeó el gorrión.
—¿Ah, sí? —se extrañó el topo.
—¿Chifló? ¿El chancho? —cacareó
el gallo.
Y las gallinas le hicieron coro.
Luego los patos, las vacas, los
burros.
Los humanos. Hombres, mujeres,
niños, niñas.
—¿Qué es eso? —preguntaban.
Claro: no entendían el gorjeo, los
rebuznos, los mugidos ni los cacareos.
Hasta que, a la más chica, se le
ocurrió acercarse al chiquero. Y exclamó:
—¡Eras vos, Peter! —ella les
ponía nombres a todos—. ¿Qué te pasó?
El nombrado Peter seguía
chiflando, y su chiflido era cada vez más fuerte, más agudo. La chica observó
con cuidado el chiquero, y entonces entendió. Vio que del pozo donde les ponían
la comida a los chanchos subía humo y vapor. ¡Esa costumbre de mamá de echar
las sobras tan calientes!
¡Lógico! El pobre Peter se había
tentado. Había engullido unos bocados de locro hirviendo y se había quemado el
hocico. Tanto, que se le había contraído hasta parecer la trompa de un pecarí...
No, el pico de un ñandú. Cuando se quejó de dolor, le salió un... chiflido.
Y... si bien es difícil que el
chancho chifle, ¡no es del todo imposible!
* * * * * *
¿Les gusta como modestísimo regalo de fin de año?
¡Espero que sí!